10. Kant y el cielo estrellado

Al final del epitafio de Kant, en la ciudad que lo vio nacer y de la que jamás se alejó, (Königsberg) puede leerse: «…el cielo estrellado encima de mí, y la ley moral dentro de mí.»

Immanuel Kant (1724 – 1804) logra una síntesis entre el racionalismo y el empirismo. Sintetiza el fin de la filosofía en tres preguntas: ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo saber?, ¿qué me está permitido esperar? Las tres pueden resumirse en: ¿qué es el hombre?

A la primera, responde la moral. A la segunda, intenta dar respuesta con su obra Crítica de la razón pura. La respuesta a la tercera corresponde a la religión.

El conocimiento viene dado por la percepción —el mundo que veo a través de los sentidos— y la razón —cómo ve el mundo mi mente—. Lo que conozco es lo que sé.

La conciencia humana moldea el mundo. Como la percepción es subjetiva, sólo podemos saber cómo son las cosas para nosotros. Lo que es algo para mí no equivale necesariamente a ese algo en sí.

Kant explica que es inherente al hombre plantearse cuestiones filosóficas. Pero estas cuestiones escapan al conocimiento. La razón en filosofía trabaja sobre vacío. Donde fracasan la experiencia y la razón surge un hueco que puede llenarse con la fe religiosa. Creer en Dios no es cuestión de razón, sino de fe.

Kant cree en una ley moral universal sobre el bien y el mal. Esta ley es un imperativo categórico válido e ineludible siempre.

Las personas no son un medio, sino un fin en sí mismas. Así, desarrolla una ética de la intención: lo importante es la actitud, no tanto como los resultados. Sólo cuando actuamos respetando la ley moral actuamos en libertad, porque estamos siguiendo la ley que hemos creado. La libertad de elevarnos por encima de los deseos y necesidades básicos es lo que nos hace verdaderamente humanos.

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