7. El racionalismo del Barroco

Si un arte puede definir y compendiar el período Barroco (siglos XVI y XVII) este es el teatro. La idea de que la vida es un teatro, una comedia o una tragedia —“la vida es sueño”—, impregna la mentalidad barroca. El arte refleja este dramatismo, aunando realismo con fuertes contrastes: el vitalismo convive con el misticismo.

En Europa se forjan los modernos estados, no sin guerras y conflictos de por medio. Francia toma el relevo de España como potencia hegemónica, instaurando el absolutismo con Luis XIV (Rey Sol), mientras Inglaterra vive una conflictiva alternancia entre poderosos monarcas (Enrique VIII, Isabel I) y un severo periodo republicano bajo Cromwell. La España de los Austrias intenta mantener su poder, desangrándose en guerras continuas que arruinan el país.

El Barroco es también la época del “Siglo de Oro” español: Cervantes, Quevedo, Lope, Góngora, Calderón, escriben en esta época. Santa Teresa y San Juan de la Cruz vuelcan su misticismo en obras literarias, llevando el lenguaje hasta sus límites expresivos. El Greco, Velázquez, Zurbarán y Murillo llenan de pinturas palacios de reyes y monasterios. En arquitectura, el estilo plateresco y el sobrio herreriano buscan eternizar el poderío de un Imperio “donde no se pone el sol” y que, sin embargo, tiene los pies de barro, como denuncian la literatura picaresca y la prosa ácida de Quevedo y Gracián. El arte escultórico religioso también florece con esplendor, mostrando la cara mística y fervorosa de la Contrarreforma.

En filosofía, también se dan posiciones muy contrastadas.

El materialismo es alimentado por el apogeo de las ciencias naturales, especialmente por los trabajos de Newton: todo se rige por leyes físicas.

Hobbes sostiene que el hombre se rige por las leyes del Universo y se organiza por pura necesidad para sobrevivir a un estado caótico de lucha continua contra los demás. Llega a afirmar que todo es materia. La Mettrie, en su obra El hombre máquina, comparte esta idea y aboga por vivir buscando el máximo placer sensual, pues en él se encuentra toda la felicidad posible. Laplace, extraordinario matemático, físico y astrónomo, cree en el determinismo de la materia.

Paralelamente al materialismo, crece el idealismo.
Leibniz, hombre de saber enciclopédico, a caballo entre la escolástica y la moderna lógica, afirma que la existencia es espíritu y que hay una razón o causa para todo: el azar no existe.

Descartes, que bebió de las fuentes de San Agustín, Platón y Sócrates, también fue idealista y creía en un universo dual, donde cabe separar el espíritu de la materia. Su gran empeño fue en crear un sistema filosófico que lograra explicarlo todo mediante la razón. Desarrolló un método que marcó un hito en toda la filosofía moderna: partiendo de la duda metódica, pasar por el análisis, la síntesis y el control y la revisión. Para él, la razón es la única fuente de conocimiento seguro. “Pienso, luego existo”.

Spinoza se mostró muy crítico ante los dogmas y la Biblia (provenía de un entorno judío muy ortodoxo y acabó rechazando su religión). Su filosofía es panteísta —Dios y la Naturaleza son lo mismo— y monista —todo es una sola cosa—. Promovió una ética tolerante basada en el racionalismo. Dios es la causa interna de todo y fuente del pensamiento y la naturaleza extendida. Como todo es uno, no hay lugar para la libertad: todo está predeterminado y ante esto solo cabe una actitud estoica y resignada. Sólo Dios es libre. Al hombre le cabe buscar la felicidad en una actitud desapasionada, pues la pasión impide la felicidad y la armonía. Una buena manera de lograr esta paz es verlo todo “sub specie aeternitatis”, es decir, desde los ojos de la eternidad, aceptando el determinismo del cosmos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario