4. El encuentro de dos civilizaciones: el Cristianismo

El Cristianismo nace en la Palestina del siglo I, pero se expande rápidamente por todo el territorio que ocupaba el Imperio romano, recogiendo así la herencia cultural de dos grandes civilizaciones del mundo antiguo: la indoeuropea y la semita.

Veamos a grandes rasgos qué distingue ambas.

El mundo indoeuropeo

Las culturas indoeuropeas eran politeístas. Los dioses, como los humanos, estaban sujetos a un poder superior y creador del universo.
El pensamiento es dialéctico: el mundo se debate entre el bien y el mal.
El destino marca la vida humana: preverlo es fuente de poder.
El conocimiento se recibe, principalmente, por el sentido de la vista.
Existe una visión cíclica de la historia: todo se repite, todo va y todo vuelve, no hay nada nuevo bajo el sol.
Pertenecen al pensamiento indoeuropeo el Hinduismo, el Budismo y los filósofos griegos.
En lo religioso y metafísico, se prioriza la meditación y la contemplación.

El mundo semita

En la cultura judía se da una revolución religiosa y antropológica sin precedentes: el monoteísmo.
El mundo es fruto de la voluntad de Dios —creado y querido por Dios. Y es originariamente bueno.
Dios escribe la historia, no el destino ni el azar.
El conocimiento se recibe por el oído. “Escucha, Israel…”
La visión de la historia es lineal: hay un principio, un progreso y una meta.
Pertenecen al mundo semita el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam.
En lo religioso, priman la oración, la predicación y la lectura —la palabra.

El Cristianismo

En el Cristianismo confluyen estos dos mundos. Jesús de Nazaret, procedente de la cultura semita, y Pablo de Tarso, hijo del mundo grecorromano, son los dos pilares del pensamiento cristiano.

Las ideas fundamentales de Jesús podrían resumirse en estas dos: Dios es Padre y, por tanto, es alguien cercano, personal e implicado con la historia del hombre. Y Dios es amor incondicional y perdón. La consecuencia es que el ser humano está llamado también a cultivar el amor en su vida —“Amaos los unos a los otros como yo os he amado”.

El pensamiento de Pablo, desarrollando el mensaje de Jesús, aportó dos ideas clave: los hombres somos “de la estirpe de Dios” y la resurrección de Cristo, que preludia la de todo ser humano.

La fe cristiana se compendia en el Credo, redactado en diferentes concilios, que afirma que Jesucristo es Dios y hombre a la vez.

Este mensaje transformó y ha empapado el pensamiento occidental hasta hoy. El concepto de dignidad inviolable del hombre, la abolición de la esclavitud, los derechos humanos, el humanismo renacentista y el progreso de las ciencias y la tecnología se han sustentado en esta convicción de que el hombre es criatura hecha “a imagen de Dios”, llamada a forjar su historia y a completar la creación con su trabajo.

El Cristianismo se expandió por todo el mundo grecorromano, primero con dificultad y persecuciones. Más tarde, cuando obtuvo el apoyo de los emperadores —Constantino, Teodosio—, con gran rapidez.

En los tiempos agitados de finales del Imperio Romano, la Iglesia se convirtió en una institución referente, en la que confiaban los gobernantes y las gentes. Los obispos y sacerdotes fueron encargados de muchas funciones sociales y administrativas, especialmente aquellas concernientes al socorro de los pobres y los desvalidos. Muchas personas pudientes legaron sus bienes a la Iglesia, así como terrenos y propiedades —este fue el origen de los estados Vaticanos—. Así fue ganando poder, y lo que en principio fue un grupo de pequeñas comunidades dispersas, conocidas por su humanidad y por su atención a los marginados, llegó a convertirse en una autoridad suprema, legitimadora de reyes y emperadores.

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